Página en blanco




— Ninguna pluma, ni siquiera la de un ángel, puede describir la verdad que sólo puede conocerse en la tarea de descender paciente y valientemente hasta el santuario de tu propio corazón. — Dijo el mago, sentado tranquilamente conversando con su sombra, con la ventana de la biblioteca mirando al mar, a la montaña del capricornio.

— ¿Le amas? — preguntó el zorro familiar, la sombra amigo, que reposaba sobre un estante.

— Si...

— Tu recompensa es la nada.— y como si la sombra misma no soportara el peso de sus propias palabras, se enrolló sobre si, y se durmió.

El mago miró la página en blanco delante de él. Ciertamente, era un espacio vacío e incómodo. La limpidéz de aquel papel era ilusoria puesto que a sus ojos de mago no se ocultaba el hecho de ser una oquedad profunda y cruel, el retrato de la desconexión del alma, un agujero negro que se traga toda la luz. Era la vacuidad enmarcada en cuatro esquinas, era el silencio, era el rechazo, era la indiferencia, era el otro lado. El lugar donde no hay puntos de apoyo, un fragmento del desierto conteniendo sin disimulo su sequedad y desesperanza. En su paisaje, el eco del viento y el menosprecio parecían de la misma sustancia y cuando pronunciabas una palabra exploradora a ese papel, esta regresaba cargada de frío y muerta de sed. Si apoyaba allí los dedos la tristeza viscosa intentaba treparse lentamente en él, le susurraba historias de una vida que no floreció, de torres que no se levantaron por falta de voluntad, de una escalera rota como una columna vertebral fracturada, de ausencia como un nervio cortado, la tragedia de una insana vuelta atrás, un puente con un solo lado que inevitablemente te lleva a la caída; una canción de deshonestidad, de traición al valor, cantada en una voz tenue, apagada, como de aceite, que impregnaba los dedos y ensuciaba después lo que intentara tocar.

Entonces fue a casa, y durmió él.

Por la mañana regresó. La sombra, todavía descansaba sus heridas invisibles, dormida en el estante como un niño agotado después de una crisis. La ventana abierta, dejaba entrar los susurros del soplo marino en la estancia. El mago sacó una pequeña botella de tinta, y una pluma blanca nueva, tan clara como el papel que todavía tenía por delante, y que le aguardaba como una amenaza sin tregua.

Acarició previamente al zorro que dormía y supo que soñaba con un ejercicio. Cortó la punta de la pluma, la impregnó en tinta, y esperó...

— ¿Le amas? — preguntó el zorro familiar, la sombra amigo, que reposaba sobre un estante, levantando ligeramente cabeza, cansada, sin abrir los ojos.

— Si...

— Tu recompensa es la nada.— Repitió. Nunca decía nada una sola vez. Se enrolló sobre si de nuevo, y se durmió.

El mago miró por la ventana la montaña a lo lejos. El sol ascendía.

— Hay que crear nuevo significado entonces... — y escribió.



Carlos García Torín

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