El Tigre



 por : Carlos García Torín

̶ En realidad, la vida es eterna ¿no es así? ̶   preguntó mirando su reflejo en el agua.

Su rostro tenía una extraña expresión de fascinación. Los ojos grandes, despiertos y profundos eran dos verdes galaxias, las mejillas blancas como dos bolas de nieve, y la cabeza bien afirmada, embellecida con pinceladas oscuras. Siempre se preguntaba cómo hacía para estar tan limpio, incluso después de empaparse el rostro de sangre, una verdadera mascara de muerte. Parecía limpiarse tanto, y tantas veces que, nunca se detenía demasiado en esos instantes, pero a veces lo hacía. Lo hacía y luego lo olvidaba.

̶ Ciertamente lo es ̶ dijo el profeta, y vio que el tigre, cabizbajo, se sumió en una profunda melancolía.

El tigre dejó al profeta en su meditación frente al lago y se retiró. Primero se deslizó rápidamente lejos del rumor acuoso del lago, poco a poco fue dejando los líquenes y nenúfares detrás y volvió de nuevo el camino a ser gala de plantas silvestres, florecitas amarillas tan vulgares que ni nombre tenían, y el canto descarado de los pájaros gradualmente fue activándose detrás de él  ̶ El tigre debe irse. Decían ̶   Apareció la cascada, y el tigre la atravesó con paso raudo, sin molestar a los lagartos que estaban demasiado perezosos, amodorrados en un sueño primitivo, para fijarse en él. Mantuvo el paso apresurado, sin detenerse en las pequeñas criaturas que reaccionaban al sonido de su andar entre los arbustos ¾El tigre alborota las hojas. Decían ̶  Un orangután, con la mano en el pecho y la respiración contenida, lo vio correr deprisa mientras él, en la copa de un árbol, disimulaba su propia ausencia,  ̶ El tigre es muerte. Decían ̶   y el animal, dorado, una centella que a cuatro patas cortaba el vergel, se retiraba cabizbajo.

Ahora el lago estaba lejos.

El tigre llegó hasta la carretera, miró a lo largo de esta en dirección a la ciudad. Pensó en ir a las tierras donde alguna vez le tocará perderse y gastarse, pero prefirió cruzar la vía y adentrarse entre los arbustos del otro lado. Al poco rato cruzó ¾y es inaudito que no lo notase¾ un montón de flores de lavanda que soltaron su perfume sobre él. Al salir de aquellas flores color violeta, una figura felina, muy similar a él, de vivo color naranja y amarillo, pero de tamaño y presencia más imponente, lo esperaba sentado en silencio. El tigre miró su belleza y le dijo ¾hoy no quiero hablar contigo¾ y siguió.

Más adelante, sin querer, pisó estrepitoso un pequeño campo de margaritas y las abejas, en el desorden, decidieron esperar las indicaciones del sol. ¡Eh!, ¡Un rayo del sol rebelde había herido el campo!, pensaban. Después del paso de las margaritas, la figurada imponente de un tigre, más alto, y cuya mascara de muerte era completa le miró fijamente. El tigre miró su violencia y le dijo ¾hoy no quiero hablar contigo ¾ y siguió.

Entonces finalmente llegó a la montaña donde se decía, el profeta había pasado su juventud en retiro para hablar con la Divinidad. El tigre subió, a paso cansado y con dificultad por un camino lleno de tropiezos y un esfuerzo de piedras sin estrenar bajo la huella de ningún animal. Cerca de una cueva, donde surgía el rumor de la oscuridad, estaba sentado, silencioso, vestido de una oscuridad más lacerante, una figura atigrada y seria que lo miró acercarse. El tigre miró su soledad y le dijo ¾hoy no quiero hablar contigo¾ y siguió.

Al otro lado de la montaña la selva ya no estaba presente. El viento recio, sibilante, el paraje solitario y ensombrecido, contrastaban con su recuerdo de una selva viva, nutrida y en movimiento. La montaña le parecía el cascaron marchito de un mundo agotado.

¾ Aquí no hay nadie ¾ susurró un águila que pasaba por ahí, siendo un extraño heraldo de aquel yermo, quizá enojado por la intromisión del extranjero.

¾ Aquí no hay nadie ¾ repitió el tigre sin saber lo que había escuchado, puesto que él no habla el idioma de las águilas¾ por eso sospecho que la Divinidad está aquí…

El tigre esperó a la Divinidad.

La noche llegó y el frío era insoportable, incluso con su pelaje grueso y distinguido. A pesar de todo, esperaba despierto. Cabeceaba de cansancio y esto le avergonzaba, pues se daba cuenta que su tigresidad no le valía de mucho en aquellas difíciles circunstancias de abstracción. Comenzó a llorar su vergüenza en lo apartado de aquella estación sobre un suelo indolente que no se bebía sus lágrimas con suficiente prisa, sino que parecía dudar primero en humedecerse superficialmente, o aceptar la ofrenda de pena de aquel extraño visitante.

A lo lejos, la belleza, la violencia y la soledad le observaban, estoicos, con una mirada más fría que la del rapaz. Él lo sabía. Sabía que esperaban sus movimientos, a donde quiera que iban, este sequito de consonancias le seguirían. El águila no miraba nada, ya no había águila; solo noche, frío, y ausencia. La belleza, la violencia y la soledad, dolían, como el viento soplando sobre una herida abierta.

¾ Aquí no hay nadie ¾ dijo su corazón al ver que la Divinidad no llegaba. Eso siempre dolía también.

Entonces hubo silencio, y el frío pasó a ser algo secundario, como si fuese una capa de estrellas lejanas, el frío se elevó a las capas altas donde no podía escucharse. La Divinidad estaba ahí, pero se necesitaba aquel intervalo de calma.

El tigre lo supo. Sin levantar el rostro, regó el suelo con sus lágrimas, dispuesto a interrogar a la Divinidad por una vida eterna cargada de belleza, violencia y soledad. Pero la Divinidad no respondió.

El tigre se fue y procuró ser tigre. Deambuló por la selva, a veces aburrido y a veces consciente de que iba sembrando miedo ante su presencia; devoró animales en el campo y en la naturaleza; jugó alegremente en la cascada donde aprovechaba de lavar sus máscaras de muerte; llegada la primavera tuvo cachorros y los cuidó; las preguntas se le habían olvidado mientras se ocupaba de alimentarlos y protegerlos; les enseñó a no jugar en la cascada hasta reconocer donde están los lagartos; les enseñó a jugar sobre las margaritas y perfumarse con la lavanda; les enseñó acercarse a la ciudad, tomar una cabra por el cuello y correr con ella; les enseñó a evitar lugares como la montaña; les enseñó a buscar sitios adecuados y seguros para dormir; les enseñó a luchar, a limpiarse, a husmear, a descansar, a rastrear, y cuando estuvieron listos también les enseñó a estar solos, y los dejó ir. El tigre volvió a su estado original y, consciente de tener que hacer distancia para sus cachorros, se alejó mucho de ese territorio, hasta llegar, no supo cómo, a una distancia donde olvidó que una vez tuvo esas responsabilidades.

Allí volvió a lo mismo de antes, a impresionar, recorrer, cazar, nadar, andar, vivir…

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