El Cuaderno



Las dos niñas jugaban con los tallos de papiro y las huellas de la lluvia mientras comían fresas, en el patio del jardín, y a la hora en la que el sol le brindaba un último estallido luminoso al día que ya terminaba. Allí, bajo el beso sano y el anhelo febril de la luna se divertían, cuando su padre, el Archimago, llegaba nuevamente como todas las tardes desde la Academia.

Esta vez, sin embargo, no hubo llamado ni abrazo de parte de él, que se limitó simplemente a detenerse un instante, observarlas, sonreír, y agradecido internamente por la presencia de ellas en su vida se sumergió en la casa en silencio, con su cuaderno de notas sostenido firmemente en el pecho.

— Papá eztá tizte… — dijo la más pequeña de las dos, Aleg.

— Eso parece… — secundó la mayor, Alej, mientras un sapito se liberaba de sus manos y buscaba refugio debajo de una piedra en los matorrales.

Las niñas se quedaron analizando aquello. Era un fenómeno raro de la tarde la mirada ausente del Archimago.

— A lo mejor tiene anhelo de agua pura y cristalina. Deberíamos buscarle agua en la Fuente de la Sirena. — señaló la mayor.

Pero dijo la pequeña, que era tan sabia como la mayor:

— Él mizmo hizo eza fuente, no puede tene zed de ahí.

La gata maulló desde el pozo, y la mirada atenta de las niñas viajó hasta la mascota amada. La luna comenzó a derramar su luz pálida y mustia sobre las hojas, y las luciérnagas comenzaban a surgir desde las profundidades ocultas de la noche.

— Vamos a ver… — sugirió Alej, y la más pequeña le siguió el recorrido adentro de hogar.

Su padre estaba en la biblioteca, que era su refugio diario, pero esta vez no revisaba las páginas de ningún texto arcano, ni trabajaba en nada, como era a veces su hábito al llegar. Tenía dos actividades favoritas en casa, entregarse al amor y el juego de sus hijas, o a la pasión ansiosa de la búsqueda mágica sagrada. Hoy no había nada de aquello. Algo en su espíritu se notaba agitado, en esa agitación paradójica, silenciosa y quieta que no tiene palabras para vibrar. Solo estaba allí, detenido delante del atril, donde reposaba su grimorio, sosteniéndolo con ambas manos, apoyado en aquel como si el peso de su alma necesitara apropiarse del apoyo descansado que gozaba aquel libro. Ni siquiera notó que las niñas le miraban desde la sala de estar. En sus ojos se acumulaba el potencial de una sustancia cargada, densa y palpitante que sin embargo él no dejaba salir.

Las niñas procuraron no hacerse ver. El Archimago se acercó a la esquina de la biblioteca y se sirvió un trago de un licor oscuro y dorado. Lo sostuvo en sus manos como si hubiera olvidado un instante lo que venía hacer a continuación, y luego, como si de verdad lo hubiera olvidado, dejó el vaso de cristal abandonado sobre la mesa nuevamente sin probar su contenido. Se pasó la mano por el cabello y la sien, y luego por los ojos como si limpiara una telaraña de su rostro que le incomodara.

Entonces reaccionó a la presencia de las niñas. Las miró. Les sonrió, y se acercó a ellas. Se inclinó delante de las dos y las besó en la cabeza a cada una con un abrazo compartido para ambas.

— Sé que siempre me ven desvelarme o acostarme tarde. — Les dijo — Pero esta vez haré la excepción y me iré a dormir primero que todos en la casa. Por favor niñas, no hagan ruido, ni salgan fuera. Cierren la puerta y procuren acostarse a la hora de siempre. Confío en ustedes que serán obedientes y se portarán tranquilas. Jueguen un poco en la sala si lo desean, y coman lo que ustedes quieran, yo voy a dormir…

Diciendo esto, se levantó, y procuró que las niñas no se dieran cuenta de la expresión de su rostro, que ocultaba astutamente ayudado por su altura de adulto. Ascendió las escalera y se retiró en su recamara al final del pasillo, donde se podía llegar a la habitación más alta.

— ¿y ahoda? — dijo la pequeña Aleg.

— ahora toca investigar qué le pasa. — dijo Alej.

Se detuvieron en la entrada de la biblioteca vigilando un minuto el pasillo de la parte superior, y cuando se convencieron de que su padre no saldría de nuevo para confirmar la actividad de ellas se adentraron en la biblioteca.

Allí estaban cuatro paredes cubiertas de libros de diferentes tamaños, en varios niveles hasta el techo, un escritorio grande, pesado y gris, un atril de color rojizo, en la esquina de la izquierda un mapa del mundo en un aparador de vidrio, donde podían leerse los mares, y en aquél mapa también una marca hecha por su padre señalando una isla en el oeste muy lejano. En la esquina del fondo una pequeña mesa con despensa donde reposaban botellas de diferentes líquidos y una copa vacía. El vaso de cristal servido ya de licor ambarino, se manifestaba olvidado en el recodo del escritorio. Las niñas habían entrado muchas veces antes en la biblioteca, pero no tenían idea de dónde buscar respuestas a la pregunta que necesitaban responder ahora. Usualmente entraban para curiosear los libros, y cuando se sentían aventureras, curiosear el grimorio, el libro principal que era escrito por su padre. Normalmente lo hacían con cuidado de que él no las descubriera, aunque sospechaban que secretamente este les incentivaba a no hacerle caso totalmente cuando se trataba de aprender lo que habitaba en esta parte de la casa.

— No escribió nada en el grimorio hoy. — señaló Alej mirando el tintero y las plumas en su lugar.

— Zi. Nada. — mencionó la menor.

En el escritorio reposaban, como en actitud de alerta callada, un par de estatuillas de madera oscura y dura: una representaba un zorro atento envuelto en hojas de otoño, tallado con mucha delicadeza; y la otra un abejorro grande y redondo que brillaba en su belleza con las alas engastadas en zafiros amarillos. También una pila de papel nuevo, un trozo de cera anaranjada, tres plumas y un frasco de tinta cerrado, un abrecartas y ninguna carta recibida, aunque si 14 cartas para enviar. En la pared de la derecha, junto a la ventana colgaba un gran tapíz que representaba un león del desierto de Maslin. Parecía que no había tocado nada salvo el atril rojizo del centro de la habitación y el vaso de cristal.

— ¿y loz papelez que tajo? — interrogó la pequeña Aleg.

Era verdad. Alej miró las repisas, la mesa y hasta el soporte de la ventana, pero en ninguna parte se notaba el cuaderno que su padre traía al llegar. Estaba segura además que su padre no lo tenía consigo al momento de abrazarlas (siempre prestaba atención a los abrazos de su padre, porque estaba profetizado que serían limitados y algún día acabarían. Ella los contaba y prestaba atención al detalle).

— hay que buscar el cuaderno. — expresó.

Las niñas se dispusieron a examinar la biblioteca con más detalle. Aleg no sabía leer, pero no hacía falta, porque cualquier cosa que pareciera un cuaderno y no un libro era sospechosa de revisión. Alej era mayor, y más alta, así que tenía la capacidad de revisar un poco más alto, levantando la nuca, por si su padre lo hubiera colocado en los niveles altos de la biblioteca. Había numerosos libros, y casi todos ya los había visto a menudo… El Misterio de la Torre del río Jazmín, Dosetiah y el Viento, La Rosa de Zaima, Abejas de Fuego, El Corazón de Kierkegard… pero también descubría a menudo cosas nuevas que su padre traía de la Academia, producto de sus investigaciones o de la labor de otros magos, y las incorporaba en su propia colección. Como la vez que trajo un hechizo para capturar el canto de los grillos de la noche, y le pidió encarecidamente después de explicarle lo que era, que jamás lo utilizara sin motivo. Luego solo lo colocó sobre el estante en un lugar elevado, pero no inaccesible (por esto siempre pensó que su padre nunca les prohibía nada realmente, solo se esforzaba por hacerles entender la responsabilidad de las consecuencias antes de la experiencia).

Revisaron durante una hora detalladamente, pero no notaron nada fuera de lugar. En la mesa, el zorro levantaba la mirada atento y firme, y el abejorro le acompañaba pesado e intenso, como si ambos fueran los guardianes de la biblioteca y aceptaran a regañadientes y conformes la intrusión. Las niñas miraban ahora los resquicios de entre los estantes, como si en medio de las fisuras de la madera pudiese haber algo escondido, pero a pesar de que examinaron cada uno de los muebles no encontraron ninguna pista. Incluso exploraron debajo de la mesa, por si estuviera allí, aunque se trataba de un mueble tan grande y pesado que ni una araña se hubiera podido colar debajo. Creo que ya se habían dado cuenta que la hora de dormir se les había pasado, porque estaban cansadas y comenzaban a bostezar.

Alej se retiró unos segundos para cerrar la puerta y dejó sola a su hermana, que no encontrando otro mejor lugar donde apoyar la cabeza se recostó al atril, extrañamente el mueble más cálido de la habitación. La hermana volvió, y juntas se abrazaron recostadas en el mismo lugar, examinando de nuevo lentamente el espacio con la mirada como si repasaran cuentas. Aquella biblioteca era una extensión de su padre, el lugar donde él soñaba e imaginaba, pensaba y meditaba, proyectaba decisiones y actuaba adelantado a los hechos del mundo exterior. De pronto la medianoche la hizo vestirse también de una pegajosa aflicción silente.

El zorro y el abejorro se cargaban de la misma sustancia densa de los ojos de su padre ¿o acaso era rocío de la noche? Las páginas de aquellos tomos encuadernados con delicadeza, que durante el día expresaban tramas de esperanza y fe, parecían contar ahora historias de desaliento y agotamiento, como si los viajeros de sus páginas, entre líneas, también se agarraran la sien y el cabello en el mismo gesto del Archimago. La casa expresaba silencio, y en el idioma de los magos el silencio podía expresar mucho más que el discurso. La palabra, otrora herramienta para alcanzar el mundo y tocarlo, era inútil en esos casos, donde el silencio era el que te alcanzaba a ti, te envolvía y te usaba para expresar el mundo que preferías no conocer, y en muchos casos parecía consumirte como la luz fría de una vela consume discreta el aire del espacio que habita. No era raro que las niñas no quisieran conocer eso, pero cuando eres adulto es casi inevitable.

Entonces se dieron cuenta por el persistente silbido del silencio, el “tinitus primordial” (ese zumbido eterno y constante que le pertenece al mundo y que solo algunas personas atentas pueden reconocer si prestan atención), notaron que el atril poseía un latido discreto, tenue y ahogado.

Levantaron la cabeza en actitud de extrañamiento, como si no estuvieran seguras de lo que habían escuchado, y posteriormente apoyaron el oído contra el mueble, pero el latido se escondió. No entendieron.

— padece que eztá hueco… — dijo la pequeña Aleg.

— tiene algo dentro. Hay que abrir. — declaró decididamente la mayor.

Se levantó y buscó en la mesa el abrecartas. Intentó adivinar en aquel mueble rojo, el corazón de la biblioteca, dónde se podía introducir aquella hoja afilada y destapar su secreto. Entonces encontró la abertura e introdujo la hoja metálica con lentitud, porque estaba rígida la madera por el frío nocturno. El mueble parecía quejarse con cada pequeño avance del filo.

Luego lo sacó y la pequeña puerta secreta del atril cedió revelando un compartimento pequeño.

Allí, delante de ellas estaba el cuaderno de su padre, acompañando un frasco de tinta dorada y una pluma blanca y nueva. Un tomo delgado de tapas rojas, encuadernado en terciopelo y con los bordes tejidos en tiras de cuero. En la portada, había un dibujo: una cabra de actitud desafiante con cola de pez envuelta sobre sí misma.

— ez el cuadedno del capicodnio…

Las huellas de las lágrimas de su padre todavía podían notarse húmedas en el terciopelo de la cubierta cuando lo sostuvo la última vez. No se atrevieron a tocarlo.

La luna se acercaba por la ventana para espiar la ausencia de las niñas que habían decidido no jugar esa noche en el patio cerca de los rosales y los naranjos, faltando a la cita con ella. La menor corrió hasta la cortina y cerró rápidamente la visión que podía venir desde el exterior.

  — la luna se budladía de papá… mejód que no vea…

Así protegieron las niñas el cuaderno del Archimago.

Cuando amaneció, el Archimago se levantó primero. Cocinó croquetas y dejó el desayuno servido para las niñas al lado de una vasija cargada de prímulas amarillas. Al parecer estaban sumamente cansadas de jugar sin limitaciones hasta tarde. El Archimago entró en su biblioteca, abrió la ventana del este para saludar al sol de pie, con seguridad y ambas manos en la cintura mientras contemplaba la luz inundar de vida todo lo que tocaba. Un ritual sencillo. Escuchaba las notas musicales del día nuevo en el sonido de las aves y el viento. Luego se asomó fuera de la puerta de la estancia, y confirmó que las niñas no se habían levantado aún, ni lo escuchaban, ni le veían.

Se acercó al atril. Presionó suavemente sobre la parte de atrás del grimorio, y una puerta se abrió delante de él, debajo del mismo atril. Allí estaba el vial de tinta dorada que necesitaba ese día, y la pluma blanca, nueva y llena de vigor que su alma requería, también el cuaderno del capricornio que no sabía muy bien como mirar pero que guardaba de manera incondicional y completa… y así, como una flor olvidada que sobrevive a la lluvia también reposaba sobre el cuaderno una nota de papel con algo garabateado por manos pequeñas, y el dibujo de dos florecitas. La leyó.

“tú puedes sobreponerte, papá”

Entonces el Archimago se encaminó a la Academia otra vez.




Carlos García Torín

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