Wotan y Soraida
Hace
muchos, muchísimos siglos atrás, Wotan se encontraba en su palacio Valaskjálf
sentado en su trono plateado. Concentrado sobre los nueve mundos intentaba
descifrar quienes serían los muertos en batalla que le traerían las valquirias próximamente.
Batallas había en todas partes habitualmente. En esta ocasión, se sucedía en
tierra de los enanos. Le entró la nostalgia.
Él
poseía toda la sabiduría y conocimiento de las cosas abiertamente, menos del
futuro. El porvenir se le mostraba en destellos proféticos confusos y
abstractos. Esto, aunque por un lado era su angustia, por otro era también la
protección contra ella, pues con el tiempo, según lo que señalaban sus propias
anticipaciones, la mayoría olvidaría que él había sido dios de la poesía, y no
solamente de la magia, la guerra, o la sabiduría. Si se hubiera encontrado
directamente con esa realidad, haber caído en el olvido como poeta, se sentiría
devastado aunque fuese un dios.
Así
que, al menos en esa época, en todo Midgard él siempre les hablaba en verso, y
era él quien iniciaba el arte de la poesía, que luego se diseminaría en Europa
del Norte. Aunque por aquel entonces esa zona de Midgard ni siquiera se llamaba
así. Sabía que aquella realidad tan oscura sería parte de su destino. No sabía
cómo, ni por qué, ni cuando, ni tampoco estaba seguro de poder evitarlo.
La
poesía para él era un poder sobrenatural cercano a la magia, la calidad del
poeta que improvisaba estaba en estrecha relación con su capacidad de
predicción, y estaba cargada siempre de furia espiritual, lo cual no es algo
distinto a la labor de un mago. Era la única forma de asomarse al futuro y
aliviar su ansiedad. A través de la poesía profética, podía conocer el destino,
pero nunca los detalles, beber del tiempo con el alma y no con el intelecto.
Recordó
cuando trabajó como un vulgar ayudante de Baugi durante un verano en la granja
de aquél, tan solo para conseguir la hidromiel de la poesía, que Suttung, su
hermano, había obtenido de los mismos enanos que en ese instante batallaban
lejos de allí.
Durante
semanas Wotan trabajó hasta que Baugi accedió a darle un poco. Sin embargo el
plan de Baugi era no dejarle ver el lugar, que estaba escondido en una montaña,
y brindarle tan solo un sorbo como pago de su esfuerzo, así que discretamente empezó
a taladrar la montaña sin permitirle que este le acompañara. Pero Wotan se
convirtió en serpiente y se escabulló por el agujero que Baugi abrió sin que
este se diera cuenta. Porque para vencer al astuto hay que ser astuto y medio.
La
hija de Suttung, Gunnlod, era la guardiana de esa preciosa hidromiel escondida
en el mismísimo centro de la montaña y conocía bien su responsabilidad. Una
mujer hermosa, brillante y firme. Así que Wotan tuvo que seducirla y
convencerla de ayudarle. La guardiana le ofreció tres sorbos, pero Wotan,
sabiendo que esta podía ser su mejor y única oportunidad bebió toda la
hidromiel de golpe, tan apresuradamente que una parte de esta cayó en el mundo
y eventualmente se manifestó en la capacidad de canto entre los seres humanos.
Inmediatamente
después se convirtió en águila y escapó, dejando atrás los labios de Gunnlad y
todavía saboreando el dulce licor en la boca. Indistinguibles en sabor, su vida
siempre estaba marcada por sacrificios. Los labios de Gunnlad siempre estarían
entre las pérdidas más preciadas de su vida.
La
poesía, en combinación con su habilidad para escribir y leer las runas le
dotaba de mayor talento que cualquiera en los mundos de Yggdrasil. Con el
tiempo las runas también serían parte de la herencia divina que los dioses
legarían a los humanos, pero al igual que sucedería con él, la mayoría
olvidaría la mayor parte de sus cualidades y desconocerían la magia contenida
en los signos. Les llamarían entonces “letras”. A Wotan le irritaba esto, y por
eso mismo durante mucho tiempo fue incapaz de compartir con nadie lo que sabía
de las runas, considerando que si al final de todo subestimarían lo que a él le
había costado tanto sacrificio, (un ojo), no valdría la pena compartirlo.
Pero
finalmente también lo entregó… entregar sin miedo, más de una vez, es la única
forma de salvar lo más preciado.
Wotan
se levantó, dejó de mirar el presente desde lejos. Estaba cansado, y de todas
formas casi todos los enanos entraban finalmente al Valhalla.
Se
concentró en mirar lo que tenía cerca, en la pared estaba el Gugnir, la lanza
que nunca erraba en su objetivo. También estaba en su mano el Draupnir, el
anillo que cada noche se multiplicaba en nueve anillos más. Amaba esas cosas,
habían sido regalos y fruto de las travesuras de Loki. Más no las amaba por ser
objetos mágicos, sino que le gustaba reconocer en ellos la capacidad de amor
del que todos consideraban, era el peor de sus hijos.
Miró
a su alrededor. El palacio Valaskjálf estaba hermosamente tapizado, había
retratos de todos los lugares del árbol Yggdrasil, desde Asgard donde estaba en
ese momento, hasta el oscuro Heilheim, y el ardiente reino de Muspelheim donde
los gigantes del fuego le mentaban la madre a diario. También podía ver Midgard
donde estaban los seres humanos, pero allí casi nunca pasaba nada interesante
aún porque apenas estaban recolectando frutas. Además habían retratos de muchos
seres, desde el dragón Nidhogg que mordía las raíces, hasta la ardilla Ratatösk
que iba y venía por todo el árbol llevando noticias e información a veces
falsa, elfos de luz, elfos oscuros, gigantes de escarcha, el noble pero
incomprendido Loki, el saludable y justo Thor con sus guantes de hierro, Baugi
lleno de sabiduría y elocuencia, y otro montón de personajes. El trono de
plata, mesas pesadas de oro cargadas de vino, verduras y carne, candelabros
encendidos de luz. En la ventana, había un balcón que le permitía mirar el
esplendor de Asgard y donde reposaban despreocupadamente dos cuervos, Hugin y
Mugin, “pensamiento y memoria”, que cada vez que salían a ver el mundo
regresaban para contarle lo que habían visto. También en un rincón dos lobos
dormían, Geri y Freki, “Voráz y Codicioso”, a
los que mantenía bien alimentados entregándoles su propia parte de comida de la
mesa del palacio.
De pronto miró algo que no había notado antes, y eso le
sorprendió.
En una mesa pequeña estaba un pequeño objeto rectangular, con
un pequeño cristal en lo que parecía ser la parte frontal, y un botón por
encima. Lo sostuvo y lo giró sobre sus manos hasta que notó que por detrás tenía
una minúscula ventana.
¿Lo habrán traído Geri y Freki? ¿Lo habrán traído Hugin y
Mugin? Miró a los lobos dormir panza arriba satisfechos y lo descartó. Los
cuervos tampoco parecían interesados en lo más mínimo en lo que estaba
sucediendo. ¿Podría haber sido Loki? No lo creía en absoluto, porque Loki
estaba en este momento ausente, perdido desde que se convirtió en yegua para
huir lejos de allí resolviendo un problema de las murallas.
¿Qué era aquello? Wotan decidió mirar por la ventana pequeña
del objeto, pensando que si analizaba el mecanismo entendería la función, pero
en vez de eso lo que vio al mirar así fue un recuadro de la misma sala y se
quedó perplejo. Volvió a mirar, y el recuadro se desplazaba conjuntamente con
su mano por todos los detalles de la habitación, conteniendo todo pero sin
llevarse nada.
Necesitaba respuestas. Salió de allí para consultar la cabeza
del gigante Mimir, la cual podía hablar si le aplicaba algo de magia. Podía
conocer hasta las cosas más escondidas a través de aquel.
Lleno de inspiración y estimulado por descubrir tener en las
manos algo especial y nuevo después de tanto tiempo, escribió las runas
correctas en un círculo, alrededor de la cabeza del gigante, y cantó los versos
que solo él conocía.
— veo que tienes una cámara fotográfica...— pronunció
la cabeza de Mimir cuando Wotan terminó su ritual.
— vine para que me expliques lo que es.— expresó Wotan
familiarmente.
—¿ves el botón que tiene por encima? Presiona cuando veas algo,
y capturará el recuerdo de lo que vé. Los momentos, en el tiempo, se escapan
por su propia naturaleza, pero puedes conservar su imagen. Lo registrará mejor
que cualquiera de los artistas en Asgard.
— fabuloso…— dijo Wotan fascinado.
Una persona cualquiera pensaría que alguien como él, con
tantos tesoros mágicos no tendría por qué asombrarse de algo así, pero Wotan
era un mago, y no puedes ser mago sin tener la imaginación y la capacidad de
asombro de un niño. A Mimir le caía muy bien Wotan, desde que en el pasado lo
conoció como alguien digno de las runas.
— sin embargo…— comenzó a decir la cabeza.
— ¿cuál es el problema?
— es un objeto del futuro. Del futuro de la gente de Midgard.
Aunque se trate de un objeto corriente para ellos, no está bien que se quede
contigo y es mejor que lo devuelvas, ya sabes que no tienes permitido tratar
tan directamente con nada del futuro.
Wotan demudó. Un tesoro increíble estaba en sus manos y sabía
que no podía conservarlo. Mimir, después de todo, hablaba siempre con la
sabiduría de un gran maestro, y Wotan le tenía respeto.
— así como para inspirarte en el futuro tienes la profecía
que te brindan las runas y la poesía, para conocer y repasar el pasado ya
tienes a Hugin y Mugin, “pensamiento y memoria”. No necesitas nada más. Todo lo
demás es exceso, y ya sabes que los excesos traen mucho mal. Por eso fue que
elegiste alimentar a los lobos con tu propia comida, y te conformaste con lo
mínimo, hidromiel y vino.
Wotan sostenía el artefacto con pesar. Mimir tenía razón.
— sientes como un niño… pero no olvides que de todas formas
te toca actuar como un hombre.— Dijo la cabeza del gigante paternalmente.
— todo tiene un sacrificio…
— todo tiene un sacrificio…
Entonces Wotan comprendió que el único lugar posible para
aquel tipo de artefacto era aquel donde las personas subestimarían el pasado.
Eso haría el equilibrio. No pudo sino reconocer que por esa razón cruel y
triste, los humanos necesitaban tanta gracia de parte de la Divinidad.
Más sin embargo el objeto estaba en ese momento en sus manos,
así que bendeciría el destino de aquello para que llegase a rendir buen fruto,
y así poder tener paz consigo.
Sumergió el artefacto en hidromiel de poesía durante cuatro
lunas, hasta que se ablandó como un pan mojado, y todos los días sumergía en el
mismo licor un conjunto de runas diferentes. Luego, suspirando, se elevó como
un halcón y lo dejó caer apuntando en dirección a Midgard, donde habitaba la
humanidad.
Asgard y Midgard están muy distantes entre sí, por lo cual aquel
tesoro tardó muchos siglos en caer, y cuando finalmente lo hizo cayó sobre una
niña libanesa, que por cosas del destino estaba muy lejos del Libano, en un
lugar llamado Venezuela, y en un rincón del mundo conocido como Zulia.
La niña estaba jugando en la lluvia y de pronto, aquel tesoro
de Wotan se estrelló en su cabeza con tanta velocidad que se fundió con ella. Cayó
de espaldas, sentada en el charco que dejaba el agua, y se echó a reír a
carcajadas sosteniendo un sapito que había recogido.
— ¡Soraida! ¡Deja de mojarte en la lluvia y métete adentro!—
Llamaron desde el interior de la casa. Le regañaron por mojarse, la bañaron, la
secaron, le dieron de comer y la obligaron a estudiar.
Había pasado tanto tiempo que las runas de Wotan se habían
deformado ya de múltiples maneras, y tal cómo él había reconocido en sus
profecías, también quedaron limitadas a un uso pragmático y nada mágico. Solo
unos pocos seres llegaban a descubrir por intuición lo que a Wotan literalmente
le costó un ojo de la cara. La niña en ese instante miró las letras, viejas
runas olvidadas, con nuevos ojos, y le dieron ganas de hacer algo distinto con
ellas aunque todavía no sabía muy bien cómo.
Mientras crecía y comprendía las cualidades ocultas de las
letras, pudo darse cuenta que el hermoso concierto de los sapos podía ser
recogido en ellas, y capturaba instantes así con la escritura. También
capturaba mariposas desprevenidas bebiendo en charcos, gorriones enamorados,
rosas filosofales, abejas, caracoles, estrellas, gatos, todo un universo hecho
de miniaturas del tiempo, que sin ser presas de nadie formaban parte ahora de
una creciente colección de momentos en su vida. Ahora miraba.
Tiempo después conoció sobre otro mago llamado Basho, y descubrió
de este que aquellos instantes capturados se les llamaban “haikus”, y siguió
atrapando segundos de las tazas de café, de manchas en el papel, y de vistazos
a la Vía Láctea por la ventana.
Se volvió hábil cuando creció en hacer pequeños retratos de
las personas mismas, y cuando se sintió más confiada se impuso el desafío de
hacer composiciones más elaboradas. Echando mano de los recuerdos acumulados
empezó a construir imágenes de su abuelo, de su abuela, de su madre, de su
padre, de sus compañeras de la facultad de literatura, y de los compañeros de
oficina. Tenía tantos retazos que tuvo que organizarlos en libros para evitar
el desorden.
Algunas de esas instantáneas eran sin embargo sufrimiento,
fuego sobre las chozas, rechazo y crueldad, noches de ausencia y encarnaciones
de injusticia, y vacío. No sabía si eran afortunados los demás por vivir y
dejar que el tiempo llevase esos sabores amargos hacia algún lugar oculto de
sus almas, o si ella por escribirlos, preservarlos, jugar con ellos y poder
echarles un vistazo cada vez que quería.
Otro día, un mago de ojos color ámbar y que se dedicaba a
construir mundos nuevos con las mismas runas, le enseñó que de alguna forma
ella pertenecía a una casta secreta de personas que tenían la facultad de
sostener un pedazo de historia y mirarlo fuera del control del tiempo, se
podían permitir moldearlo como arcilla y darle forma, igual que un vaso (solo
que le daban forma de vaso sagrado), en el que inevitablemente tenían todos que
beber… el recuerdo.
La niña, ahora ya mujer y llena de experiencia, a pesar de
todo nunca conoció a Wotan ni la opinión de este sobre el poder de las runas o
de la poesía, pero había magia en el mundo. Como una sutil e invisible
enredadera alrededor de Yggdrasil
que lo mantenía todo unido.
Aquel joven mago, por ejemplo, tenía tanta capacidad, que
podía proyectar a una divinidad en su trono, mirando los mundos y hasta colocar
regalos exóticos en sus manos directa y simplemente. Como una cámara
fotográfica, solo para crear un relato que le sirviera de ensayo.
Comenzaría con: “Hace muchos, muchísimos siglos atrás…”
Carlos García Torín
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