El zorro y las uvas





Cuando el Capitán Zieg fue encomendado por el tirano Rey de Sílice, a conquistar para él los secretos encantados del Bosque de Dad-Sloé, se hizo porque hasta cierto punto, aquel cretino gobernante confiaba en la intuición natural de este guerrero.

Sin embargo, tal y cómo reconocen los pocos lugareños de aquella región, sin importar que tan sabio y astuto sea el que venga con intención de apropiarse de aquellos arcanos secretos, los verdaderos dueños de aquel lugar siempre estarían al tanto de lo que sucede, y encontrarían la forma, no solo de librarse de los necios, sino de burlarse de aquellos tentativas de control. Había que vivir con respeto de lo sagrado en aquel rincón de la naturaleza.

Así fue como se hizo conocida por todos, la anécdota.

Llegaron apenas un día por la mañana, y establecieron un campamento mientras el sol les sucedía. Los aldeanos, gente humilde, poca y sumisa, les sirvieron lo mejor que podían pero sin tener demasiada fe en ellos. Por suerte, aquella vez solo había tensión y Zieg no parecía de los hombres que se complacen en la violencia innecesaria. Sin embargo, mientras lo veían pasearse no olvidaban que era el oscuro y silencioso heraldo de la barbarie y movieron la cabeza con desaprobación cuando lo vieron lanzarse rumbo al bosque con actitud soberbia.

El Capitán Zieg estaba detrás de un indicio indeterminado, y pasó varias horas recorriendo el sendero sin saber muy bien lo que debía mirar, buscando algo qué le llamase la atención de manera singular. Mientras dejaba el camino de las colinas, y se adentraba en el bosque, los árboles que siempre florecían hermosos aunque no fuese temporada le daban la bienvenida. Lo acompañaban cuatro soldados, también en monturas, preparados, de la mejor manera que un soldado ignorante podría prepararse ante una eventualidad.

Entonces, cuando ascendían una colina pequeña escucharon un jaleo. Descendió del caballo, y ordenó a los otros jinetes hacer lo mismo sin hacer ruido. Acercándose lentamente subió la colina con suma cautela para mirar.

Debajo de un árbol de avellano un zorro intentaba trepar, pero era imposible para él. El Capitán examinó la copa del árbol, y notó que sobre las ramas colgaba un esplendoroso racimo de uvas, azules como perlas hechas de sangre profunda. El zorro, al no poder trepar, a veces daba saltos, agiles y estupendos para el animal, pero nada exitosos. Parecía no darse cuenta que le habían descubierto, y se sentía decepcionado por no poder saltar más alto ni aferrarse mejor al tronco del árbol.

Zieg esperaba encontrarse con huellas de seres humanos; seguirlos, encontrarlos, y entonces poder interrogarlos: ¿Dónde están el mago y la hechicera de este bosque? Pero en su sagacidad se le ocurrió que estos míticos personajes en realidad quizás no pretendían tener a su disposición siervos humanos, como él, sino que se harían con siervos discretos y naturales.

No lo sabía. En realidad no podía afirmarlo, porque en temas de magia era un verdadero cretino como su rey. Incluso imaginó por un instante que aquellas historias de los lugareños sobre un león legendario y un unicornio astral serian ciertas. Pero su intuición le hizo sentir que aquello no era normal, y con todo el sigilo posible, se acercó por la espalda, con el viento a favor, y antes de que el zorro pudiese rendirse por no alcanzar aquellas uvas, lo tomó por el pescuezo con rapidez. El animal se sacudió ferozmente tratando de zafarse del apresamiento.

Lo amarró por las patas con una cabuya, mientras este le mordía inútilmente las manos, protegidas por un guantelete de muy buena manufactura.

— Es mejor que nos vayamos ahora— dijo girando la orden a los cuatro mequetrefes que iban con él— La noche empieza a llegar, mañana continuaremos.

Todos se retiraron, y cuando llegaron al campamento, en una celda de madera que estaba destinada para los bandidos y rebeldes capturados por la carretera, encerraron al zorro. Como no había ningún otro “criminal” que vigilar, le encomendaron a un único soldado que cuidase que el animal no se escapara. El joven soldado miró al pobre animal inquieto sobre el suelo lleno de ansiedad, y afirmó como un estúpido mientras el Capitán se iba a dar una buena comida:

— ¡Simicapitán!

La noche transcurrió sosegada, incluso para el soldado, que ante la ternura de aquella bestia anaranjada no se había resistido a la tentación de servirle consuelo  al soltarle migas de pan dulce que el animal comía animoso. Cuando habían pasado las horas oscuras y la aurora comenzaba manifestarse, el Capitán regresó descansado. Se asomó por la ventanilla de la celda, y miró con desdén al animal.

— a mí no me engañas criaturita… algo te traes… Aunque te duela el pesar, aquí te quedas inmóvil. Hasta que sepa más de ti.

Cuando se dio la vuelta para darle instrucciones al joven soldado, una mano astuta salió de la ventanilla de la celda y lo sujetó por el cuello, trayéndolo de golpe hacia la puerta de la celda con toda consternación.

— ¿así que quieres saber de mí? No hay problema, yo te cuento…—dijo el mago, desde dentro de la celda, en una frase que le recorrió la espina dorsal a todos los soldados sorprendidos ante aquella revelación— eres un iluso. Mi naturaleza es moverme, y si acepté que me retuvieras es solo para provocar las excepciones. Pero eres tan inepto que no te das cuenta de las obviedades…

Los soldados reuniendo coraje para enfrentar aquella extraña situación se apresuraron a socorrer al Capitán, pero el mago le soltó el cuello para poder mirarlo de frente. El Capitán sacudiéndose todo como si el abrazo del mago hubiese estado cargado de cenizas calientes, se dio la vuelta para mirarlo de inmediato. Los ojos del mago eran tranquilos, cálidos y jóvenes, pero intensos como la mirada de alguien que examina la llanura.

— Ella en cambio… no podrías reconocerla aunque tuvieses los ojos de un santo. A veces se queda inmóvil, por días, que hasta parece que no está ahí. Pero al detenerme aquí, por un momento, frente a tus guardias de muerte, le brindo alas para moverse hacia mí…

El mago entonces se hundió dentro de la celda, sentándose en el piso con aparente resignación.

El Capitán soltó maldiciones. Exhortó a los soldados a no bajar la guardia mientras el reunía sus ideas, y como el mago se negase a responder cualquiera de las preguntas que le hacían, se apresuró a su tienda para pensar en otra estrategia. 

Entonces recordó las uvas, y pensó… hizo un enorme esfuerzo para pensar en algo que realmente era obvio:

— la parra de uvas es una planta rastrera… ¿por qué habría uvas sobre un avellano?

Estaba seguro de haber descubierto algo importante, y corriendo rápidamente a su caballo junto a sus escoltas se aventuró todo lo veloz que pudo hasta el lugar donde había capturado al zorro. Al mago.

Las uvas ya no estaban ahí. En su lugar, una golondrina, intensamente azul como un lapislázuli emplumado trinó con algarabía desde la misma rama, y mientras daban destellos los primeros rayos del sol el ave encendió el vuelo, rumbo al valle, dando círculos y piruetas, cada vez más grande, cada vez más lejos y más adentro del bosque.

El Capitán no lo sabía. En realidad no podía afirmarlo. Pero el soldado que llegaba detrás de ellos ahora, a toda prisa, venía con una enorme agitación a confesar que el mago había escapado: que cuando abrieron la celda para confirmar que no se había evaporado, apenas un escorpión salió a toda prisa del interior, y se había escabullido antes de que pudiesen detenerlo.

— ¿Qué hacemos? —dijo un soldado en nombre de todos los demás, asumiendo la voz de la confusión general.

El Capitán Zieg era intuitivo, pero no era estúpido. No se pondría a buscar hasta toparse con un león y un unicornio aunque le valiera el reino en ello para ver si las leyendas eran ciertas. Miró su guantelete de cuero, mordisqueado y dijo reuniendo la compostura digna de su rango:

— nos vamos…



Por: Carlos García Torín

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