El sello de cera



En la ciudad de Terence, más específicamente en los jardines de la Academia donde los magos acuden a veces a meditar, sucedió una vez cerca de la fuente tranquila, que un mago joven, llamado Iwa, tuvo un destello de compresión arcana sobre un viejísimo y secreto ritual. Nadie se dio cuenta del evento hasta minutos después, cuando lo vieron caminar ansioso e inquieto a través de la orilla del lago. Aun así, pocos hubieran sospechado que la razón de que él se sostuviera las sienes, nervioso, era por haber dado causalmente con un gran descubrimiento.

En el claustro, que oportunamente siempre tenía la cara sur orientada a los jardines, los magos que cotidianamente saboreaban el té con durazno en el disfrute de la tarde, notaron que Iwa estallaba en una mal disimulada alegría, para luego dar una carrera solitaria a través del pasillo hacia la biblioteca. Al rato regresó, cargado con elegante papel nuevo, tintas especiales, velas plateadas, y otra variedad de enseres menores. Se sentó cerca de los arbustos y el rumor del agua, encendió una multitud de velas que lo mismo le alumbraban que le servían de espectadores, y continuadamente puso en orden una serie de detalles extra, y solo entonces comenzó a dibujar.

Para los demás, había dejado de ser interesante de ver cuando se dedicó a escribir, y luego se levantó a danzar y gesticular a la luz de las velas mientras la noche lo arropaba… solo es un mago haciendo magia. Se supone que eso es lo que hacen. Nada especial que mirar.


Más tarde, el Archimago, líder de la Academia, se encontraba en su torre cerrando su ciclo de oficios del día: firmando autorizaciones sobre invocaciones de espíritus, dando el visto bueno a proyectos de expedición, mientras su mente, en lo personal, soñaba con una montaña mística lejos de ahí. De repente, sin haberse dado cuenta de la transición, le costó concentrarse, y mientras en su corazón sus deseos se tambaleaban confusos, su mente se fatigó, sin saber la razón de aquello sintió además una ligera angustia.

Lanzó la pluma al escritorio.

Se levantó, y se asomó a la ventana que daba a los jardines. No había nadie, ni en la fuente, ni en el lago, ni entre los árboles. Pero estaba claro que algo faltaba desde antes de acercarse a la ventana. Descendió las escaleras y salió al claustro, solo para darse cuenta que el insomnio había afectado la paz de todos los magos residentes, y que estos a su vez se habían levantado a investigar. ¿Qué pasa?

Fuera de la Academia, a una cierta distancia de allí, una muchacha todavía despierta a pesar de lo avanzada la noche, buscaba la poesía en el esfuerzo de un caracol que afanosamente subía la pata de una mesa. Ella estaba en un balcón, y también notó algo extraño de repente desde hacia un rato, pero a diferencia de los magos, ella sí pudo ver al joven Iwa atravesar la calle empedrada sosteniendo contra el pecho de forma temeraria un rollo de papel. El muchacho iba con prisa y en silencio, en actitud de huida. La poeta tomó su cuaderno, y cómo no conocía el nombre de aquel muchacho se conformó con registrar aquello en una crónica de tres líneas. Luego siguió con el caracol, que no había perdido determinación a pesar de la interrupción.

Una hora después comenzó a llover. El caracol había terminado mucho antes su ejercicio, y ella estaba en otra cosa. Era una llovizna gris, fría, que hasta cierto punto, hizo aquella incomoda noche menos desolada, llenando con el rumor del agua un vacío desconcertante.

La joven escritora no echaba de menos descansar. Mientras llovía, comparaba un rosal que había debajo de su balcón con el nido de un gorrión que se había construido astutamente sobre el alfeizar, y que temblaba con el salpicar del agua. Entonces vio de pronto surgir del fondo de la calle un grupo de personas, todos hombres, con túnicas, bastones, anillos, y rostros graves. Registraban detenidamente el camino, examinando al menos en una sola mirada, las puertas, el suelo, las ventanas, incluso ladrillos y piedras.

Uno de ellos, joven y alto, se adelantó a los demás al darse cuenta que la muchacha estaba en vigilia de contemplación. Tenía un caminar gallardo y ágil que lo hacía destacarse en medio de aquel montón de viejos, que sin embargo, aunque tenían muchos más años que él, no parecían más sabios.

Antes de que pudiera decirle algo, la muchacha levantó el pálido brazo señalando la Puerta del Oeste, al fondo de la calle. Una de las salidas principales de la ciudad.

    — fue por allá. — dijo.

Todos siguieron al joven mago, incluso en el gesto de agradecimiento y afirmación, y aquel desorden de hombres atropellando las piedras de la calle, junto a la lluvia nocturna y el desequilibrio palpable, hacían parecer todo el cuadro más sombrío.

Cuando llegaron junto al guardia de la puerta para pedirle permiso para salir, e interrogarle, este les confirmó que un joven mago había salido antes, cruzando el umbral, había tomado la ruta del arroyo adentrándose en el bosque. No hizo mucho caso de las recomendaciones que quiso darle sobre pasear solo de noche, así que finalmente se fue. Las mismas recomendaciones que ahora les estaba brindando a ellos y que estos rechazaron, apresurándose en entrar en la oscuridad. El guardia estaba cansado. No solo la noche era más densa de lo habitual, sino que ningún insensato apreciaba el buen consejo de un vigía nocturno.

En el bosque se esforzaron por encontrar a Iwa cada uno por cuenta propia lo mejor que podían. Hubo uno que se transformó en comadreja y olfateó, y olfateó, y sin darse cuenta casi se extravió. Otro invocó un coro de luces fantasmales para mirar mejor, pero no encontró nada más especial que albahaca creciendo a la orilla del río. Otro acudió de manera improvisada a consultar las estrellas, pero después de un rato se sintió errante y solo. Aunque la madrugada fue generosa con el paso del tiempo, no tuvieron éxito en sus intentos de rastreo. Regresaron a la Puerta del Oeste, a la calle empedrada bajo el balcón de la muchacha, y al claustro. La muchacha del balcón había cerrado la ventana para cuando ellos regresaron y no los vio. Pero si escuchó con una anormal claridad el sentimiento de derrota en los pasos arrastrados. La lluvia se había ido.

Después del mediodía del día siguiente, la muchacha estaba ahora en la calle, no en el balcón, sino junto a la puerta, examinando más de cerca el rosal. El esplendor del sol rellenaba hasta los más íntimos resquicios del empedrado de la calle. Cuando vio que por la vía ascendían siete jinetes, con actitud soberbia y desenvuelta, quiso darse prisa en arrancarle al arbusto una rosa, pero se hirió los dedos con las espinas.

    — ah, la crueldad…— dijo, llevándose junto a la rosa, el dedo lastimado a la boca.

Con los jinetes venían también dos viejos magos, y antes de acercarse a donde estaba ella, estos despidieron a los jinetes con un ademán de agradecimiento. Era casi notorio que estos jinetes eran mejores exploradores que estos ancianos. Disimulando una sutil inocencia logró ser desapercibida cuando ellos pasaron frente a ella. Salieron por la Puerta del Oeste, y ella se quedó jugando con el rosal victimario, escuchando la conversación de los viejos magos.

    — mi sobrino, que es músico, escribió una canción esta mañana…

    —entonces, no todo está tan mal…—dijo el otro en tono de consuelo.

    — era una canción a la luna…

Los vio alejarse, incomodos ante las pinceladas de luz  anaranjadas de la tarde.

Por la mañana los jinetes regresaron.  

Habían tenido una jornada extraña en la noche, perturbadora y cargada de pesadumbre en sus rostros, aunque no habían tenido ningún sobresalto. Incluso los caballos parecían cabizbajos, cansados de una noche llena de rarezas y ecos. Cuando la muchacha se asomó al balcón los vio entregar a los viejos magos el triste informe de nada, y los magos pusieron un acento final a todo aquello con sus rostros de preocupación.

Treinta y un días. Con sus noches enfermas.

En la Academia los magos se esforzaban en estudiar la naturaleza. Las perfumadas hojas de los arbustos de mandarina que salpicaban los jardines se mecían al viento, pero sin aparente armonía. Nadie estaba seguro, pero las amapolas que crecían cerca de la fuente parecían de un color menos cálido y concentrado. ¿Eran en verdad sutiles diferencias o todo estaba igual? Era difícil decirlo. Las estrellas seguían ordenadas, en sus constelaciones, con la misma hermosura de siempre, pero la luna, en su fase menguante, parecía un astro malhumorado, y todos preferían evitar mirarla, optando por la solución vulgar de irse a dormir temprano. En alguna parte de la ciudad, un hombre escribió que: “la noche se estaba llenando de maleza, como si la oscuridad hubiera conseguido por fin treparse sobre los huesos tibios del día, poniéndole a la noche una mortaja silvana.” Pero ese hombre estaba loco, y nadie leyó sus líneas.


Lejos. Muy lejos de ahí. Cerca de donde el río surge de las faldas de la montaña en la forma tímida de un manantial, y las plantas solo pueden ser reconocidas por sus nombres secretos había una arboleda, y allí, había también un pequeño templo construido en madera, que bien sería una simple cabaña de no ser porque en el patio exterior, frente a la entrada, había un altar, de piedra, grande, sin labrar, bellamente plano, rodeado por diez lámparas de aceite que a esa hora del día estaban apagadas. Había una sola sacerdotisa en aquel lugar, y estaba a ese momento final de la tarde, ocupada, recogiendo flores para consagrar nuevamente una ofrenda en cuanto regresara al templo, porque a su vez ella también estaba intentando conseguir arrojar luz sobre el extraño fenómeno que había afectado la serenidad silvestre.

Cargando con lirios y nardos se acercó al templo, pero se detuvo a una distancia prudencial. Ahí, cerca del altar había alguien.

La figura de un hombre deambulaba por el patio vacío. Ella se movió estratégicamente para mirar mejor, detrás de una colina donde a su vez no pudiera ser vista. Era un muchacho. Parecía cansado de viajar, y daba la impresión de haber esperado casi todo el día para encontrarse con ella. Vestía una túnica, y portaba un anillo. Entonces ella lo reconoció, como uno de los más jóvenes magos que hace un año atrás habían presentado una ofrenda a la Diosa, en medio de una expedición a la montaña. En aquella ocasión los magos habían sido muy nobles, y reverentes, pero siendo tan extravagantes, y sin querer contar nada sobre sus objetivos, habían sido recibidos con mucha prudencia por parte de ella. La sacerdotisa recibió sus ofrendas, y les dio las mejores indicaciones y bendiciones que pudo para que pudieran cruzar el otro lado del arroyo, y seguir su camino.

Ahora este joven mago estaba aquí. Solo, y visiblemente nervioso y agotado del espíritu.

Lo vigiló hasta que cayó la noche. Se notaba, incluso de lejos, que tenía sed y que hubiera preferido descansar, pero cuando la noche llegó, notándose decepcionado, y rodeado de las lámparas apagadas, colocó sobre el altar un objeto misterioso y pequeño, envuelto. Miró hacia arriba, a la majestuosidad del cielo, y luego colocó sobre el altar de la Diosa el brillo de esperanza de sus ojos.

Se fue.

La sacerdotisa esperó. Estuvo dos horas sin moverse, en la misma colina, y cuando sospechó que el joven mago no regresaría, dio dos vueltas al templo solo para asegurarse que nadie estaba deambulando por el bosque. Se había marchado en realidad. Solo así, ella se acercó al altar donde estaba el secreto envuelto en tela suave, ligeramente húmeda y perfumada.

Tomando lo que había en el altar, lo desenvolvió, y dentro de aquella tela, protegido, encontró un sobre sellado con una marca de cera. Era un signo arcano, enrevesado, como el que distingue a los magos en sus anillos. Entró en el templo y encendió unas lámparas pequeñas que puso cerca de ella, sentándose en la escalera de la entrada con comodidad, y dejando a su izquierda los lirios y nardos. Levantó la mirada nuevamente al bosque vacío, como un deber. Inútilmente. Abrió el sello de cera y sacó del sobre un papel de excelente calidad, escrito encima con una elegante letra cursiva, cuyas letras además, olían a miel.

Todos notaron que la noche nuevamente cobró vida, pero solo Iwa, que se detuvo en un sendero en el momento, bajo las estrellas, supo en el liberado arrullo del chirrido de los grillos, que la sacerdotisa estaba leyendo su carta de amor.



Carlos García Torín

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