Abejas de fuego

Abeja de fuego


Por Carlos García Torín


            En la ciudad de Terence, el reino más importante de Arthe, sucedió hace tiempo, — tanto que la ciudad todavía no tenía nombre que alguien recuerde y la Fuente de La Sirena estaba reciente en su lugar frente a la entrada del nuevo palacio — que el joven príncipe de la ciudad llegó a mediodía en su caballo, probablemente de una partida de caza en la que no hubo éxito. Tomó de la alforja del caballo una polvorienta copa de plata y se acercó a beber de la fuente. Cuando metió sin prisa la mano en la fuente, al mismo tiempo vio una pequeña nebulosa, diminuta y dinámica abeja bajo el agua, que sin darle tiempo a reaccionar se posó en su mano sumergida y le picó, estallando luego en una llama acelerada y fugaz bajo el agua misma, extinguiéndose.


Al príncipe aquello le pareció extraño y doloroso, pero como no sabía explicarlo, de momento lo dejó así.


Así lo cuenta la joven maga que desde el otro lado de la fuente lo vio. Atentamente y con curiosidad al principio, pero que luego, con mucha modestia se alejó de allí con rapidez, en el mismo instante en el que él se dio cuenta de su presencia sin darle tiempo a aquel de decirle ni una palabra. Los soldados que estaban cerca de la fuente custodiando la entrada quedaron confundidos.


Se escabulló ligera en medio los puestos de manzanas del mercado, atravesó el Puente de la Encina (que tampoco tenía nombre todavía) con los pasos dulces de un lindo sueño.


Recordaría al príncipe solo un instante, y recordaría el encuentro, la fuente y la abeja… pero aunque parezca extraño no pensó más en él. Mientras recorría la calle del Norte cavilaba en cosas de magos, en dominaciones, y en pesadillas, atravesó el mercado probando manzanas y mangos mientras meditaba en el color del fuego y el olor de la ceniza, recorrió luego el distrito Este con su mente puesta en el eco, en el aire torneado, la Piedra Loca de Relámpagos y en el pergamino que llevaba medio escrito, medio conjurado, en el bolsillo, sin posibilidades todavía. Hasta que llegó a la Academia de Magos y su día se deshizo en ocio en el claustro.


Hasta que el cielo se colmó con el siguiente plenilunio, tanto de día como de noche, sin perturbar el agua y sin molestar a la guardia, el príncipe se llegó a la fuente nuevamente, sin falta, a la misma hora del mediodía y luego en la primera hora de sombras, intentando percibir su presencia otra vez, mas no la halló. A partir de ahí aunque su partida de caza se extendiese más allá del medio día, y llegase con la piel de doce zorros, o dos leoncillos, ni el trofeo de un león de Maslin adulto le podían saturar con la satisfacción que él requería. Él solo vigilaba la fuente, coronada con la alta sirena de mármol, silenciosa ella, y viva el agua con sus flores minúsculas, y sus brillantes y diminutos peces. Ninguna abeja de fuego, ninguna maga a la vista. Los soldados no le miraban.


Hasta que una tarde cuando el príncipe exploraba el rostro norte del reino, fuera de los muros, ascendiendo el camino que serpentea rocoso hacia las colinas y lo llevaba hacia las cuatro torres, acercándolo a distancia prudente de los peligros agrestes de La Marca del Norte, encontró a la maga que examinaba una roca hendida de la colina.


— ¿Que buscas? — le dijo él envolviendo en el tono el deseo sincero de ayudarle.


Ella levantó la vista hacia él. No había tenido para el príncipe ni una sola idea desde hace una luna. Lo había expulsado de su mente como una casualidad extraña. Solo una vez el mismo día después de la ocasión de la fuente y antes de entrar al mercado lo recordó tenue y vacilante ante la luz del medio día.


Es cosa común — según nos cuenta el joven príncipe ahora — al menos para los magos, descubrir abejas de fuego de vez en cuando alrededor de las ciudades. Las abejas son como el viento que huye, y su miel es cálida como una letanía solar. Es dulce, muy dulce hasta la angustia, y es buena en las pociones de amor y de carisma. Pero es harto difícil encontrarla, pues las abejas producen poca, y su colonia no es tal, sino que son solo dos abejas nada más, juntas hasta su final destino. Un par de pequeños astros de fuego, muy inestables y aventados, que tal vez para evitar incendiar los bosques por accidente optan mejor por vivir escondidas disimuladamente en la dureza de alguna piedra que parezca un mal tornado corazón. Pero las abejas de fuego son sanguíneas — ¿o debería decir sanguinarias? — y les gusta herir a las personas. Casi parece, según la opinión de los magos, que elegir a una víctima para herir y luego desvanecerse en un estallido efímero fuese su único propósito, así que se cuidan mucho de ellas.


— los que opinan así son unos tontos — le explicó ella distraída — no piensan en la miel...


Cuando la maga pronunció estas palabras una única y solitaria abeja de fuego surgió de la piedra y se lanzó audaz contra su brazo. El príncipe y la maga la vieron estallar y desaparecer emocionada como una estrella que estornuda en un siseo. Supo por eso que la arrojada abeja le había así dado su estocada final.


— ¿puedo? — dijo el joven solicito.


— !Déjame¡ — le respondió con brusquedad. Entonces el firme orgullo de la maga le levantó, y con pasos dignos y decididos le alejó con prisa de las rocas, de las torres, de la Marca del Norte, de los peligros agrestes y del príncipe, y la sumió nuevamente en la ciudad, agazapándola entre los libros de la Academia de Magos.


El príncipe descendió también de las colinas meditando en su interior — ¿sería aquella abeja solitaria el par perdido de la abeja de la fuente?— Pero el príncipe no podía saber eso, porque no era mago, ni siquiera sabía por qué razón los soldados no le miraban jamás, y a veces incluso los magos tienen difícil distinguir de donde vienen las cosas, cómo, cuándo o por qué. Para algunos, de eso se trata la magia, de descubrir el mundo.


Entonces pasó de nuevo una luna y en el caminar de su luz durante cada ciclo marchó con ella el pensamiento de nuestros héroes. El príncipe pensaba en la maga, en las abejas de fuego y en la lección gratuita de biología que la maga le explicó antes de huir, solo de vez en cuando su mente volvía a los zorros, a las exploraciones por la Torre Primera, y a sus responsabilidades de príncipe. El que los soldados no le notasen ya no le incomodaba. Se sentía mejor, más sólido y angustiado, e irónicamente mejor.


La maga deseaba pensar en hilos de araña, en pergaminos dracónidos y flechas arcanas, en cosas de magos, pero no podía. La voz rojiza de las manzanas pregonándose en el mercado no le despertaban emoción, y el rumor amarillo de los mangos no le iluminaban el día, la biblioteca con sus misterios pendientes no le distraía. Aunque su menudo gavilán familiar podía comprender como comprende un buen amigo, sintió que era inútil compartirle sobre la herida producida por un insecto a un animal que jamás sintió ni sentirá ninguna. — ¿quién podía acaso comprender aquello? Ella misma no podía—.


Cuando llegó la noche serena, cálida y amplia no lo soportó. Su instinto de maga le levantó, y con pasos tímidos y vacilantes le acercó nuevamente a la Fuente de la Sirena. Se había preparado con un conjuro perfecto para defenderse de lo que fuese. Desde lejos la percibió coronada por la sirena de mármol silenciosa y majestuosa frente a la oscuridad.


Allí, exacto, absurdo y alerta estaba el príncipe. Podía verlo tan bien como la primera vez.


— ¿qué haces aquí? — estalló en la boca de la maga como una daga.


— Vine a verte... — respondió más seguro que cualquiera en el reino.


— !pues ya me viste¡ — creyó ella poder levantar, entre el príncipe y la maga solitaria frente a la fuente de la Sirena, una muralla alta invisible. Pero el hechizo se le evaporó en el aire junto a sus palabras, apenas perturbó la superficie del agua como el suspiro cansado de una hormiga dormida. El príncipe solo se le acercó, firme y amable.


— sabes que es en vano…


— !lo sé¡ — dijo finalmente con resignación, y por primera vez en dos lunas la maga le sonrió descansadamente.


Le besó. Por primera vez en varias décadas el príncipe volvió nuevamente a ser más que un fantasma, un espectro perdido en el Oscuro Olvido. Nadie lo había visto en décadas ni había hablado de él, ni se le suponía su existencia, hasta que la maga le vio ese día de sol frente a la fuente, y luego de mucho luchar con el destino le rescató y le trajo de vuelta a la realidad. Los Reyes, únicos que recordaban en sus sueños más inquietos que habían tenido alguna vez un hijo, ahora tenían la certeza de que si, y podían volver a abrazarlo con amor y lágrimas. Su hijo amado volvía a ser. Los soldados de la puerta y toda la servidumbre y el reino entero, confundidos, volvían a ver al príncipe, pero no recordaban haberlo olvidado nunca, era como si jamás se hubiera ido. No se hablaba de los días pasados por ignorancia más que por ningún prejuicio, simplemente nadie sabía nada, era como salir de un pesado sueño, y se mareaban tratando de discernir cualquier cosa. Solo la maga y el príncipe lo supieron, y luego los magos de la Academia. Había rescatado al príncipe de las Garras del Oscuro Olvido, un suceso catastrófico en el pasado de Arthe que había cobrado inconmensurables pérdidas, y que solo los magos, y solo algunos realmente capaces, podían tan siquiera comprender en su magnitud.


Después de esto en el siguiente plenilunio la maga se convirtió en princesa, y veinte lunas después ambos fueron declarados reyes en Terence — quizás fue a partir de allí cuando la ciudad consideró nombrarse como ella pues a los pocos meses se proclamó así— quedó en las crónicas y se celebró con una divertida partida de caza en la mañana y una fiesta en la tarde. Todo eso se recogió en los registros pero el nombre antiguo de la ciudad se perdió, nadie lo registró, producto más de la torpeza que de la magia.


Pero si registraron cuando las campanas de plata del templo de la diosa Levina, en su altísimo campanario, anunciaban la buena nueva de la nueva esperanza del reino. Pocos magos pasaron por alto en aquella ocasión un par de abejas de fuego que pasaron volando raudas, y atravesaron animosas el Puente de la Encina, acariciaron bronceando las tibias manzanas del mercado, saludaron a los cálidos mangos, y amenazaron con su cercanía las flores de la Fuente de la Sirena. Los magos saben que su miel es rara y valiosa. Los magos saben.


Los buenos magos siempre saben algo.




Imagen original de Hieu (retocada)

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