En el aire

 

En el aire

Por Carlos García Torín


En el aire, un puntito de luz azul suspendido.

El Archimago soltó su maletín y puso el paraguas detrás de la puerta mientras cerró la puerta. Llamó a su hija:

— ¡ALEJ! ¡ALEJ! — La niña llegó enseguida porque se encontraba jugando en el salón, muy cerca— explícame qué esto que está aquí en el vestíbulo.

Después de dudar un poco, y mirar la lucecita inmóvil como una pausa añil, empezó a menear la pierna, cabizbaja, como siempre hacia cuando buscaba una excusa, pero acababa imponiéndose la niña sincera que solamente podía ser. Acababa admitiéndolo todo con mucha timidez, pero con toda la ternura a su favor.

—esto… estaba… trataba de hacer un poco de magia, papá… quería… no sé… no me…

—te he dicho muchas veces que no debes hacer magia de ninguna clase con falta de propósito—interrumpió su padre con amor y mucha firmeza— si no se aplica un fuerte carga de voluntad lo único que se produce es magia residual. No es bueno dejar un recurso tan precioso regado por todos lados, por más que sea un elemento natural. Eso puede quedar ahí, atravesado en el pasillo y alguien podría tropezarlo al entrar, y acabaría estallándole en la cara cualquier consecuencia. Te lo he dicho ¿verdad?

—sí.

— ¿verdad?

— sí. Papá.

—bien.

El padre levantó la mirada hacia el puntito de luz azul inerte. El punto estaba totalmente ausente de que había un conflicto sobre él.

—parece una luciérnaga…—dijo, buscando el acierto poético.

En los ojos de la niña brillaron las luces del nacimiento genuino de una idea y cuando miró el puntito de luz por su cuenta, suspendido en el aire, mientras su papá se adelantaba al salón y comenzaba a llamarla de nuevo, notó que el azul se movía. Desde su corazón algo parecía abrirse camino para afincarse en ese punto desamoblado, sin renta, y que comenzaba lentamente a parpadear y flotar en dirección a la ventana de la izquierda.

—Alej…—dijo su padre desde la otra habitación— Alej ¿Ya estás lista hija? ¿Dónde está tu hermana? ¿Recuerdan que hoy vamos todos a la cena de la Academia? ¿Me harán llegar tarde de nuevo? ¿Los abrigos?

La niña reaccionó dividida. Recordar el compromiso de su padre le halaba desde dentro, pero por otro lado, el puntito azul huía inocente pero firmemente por la ventana, fuera de su alcance. Le notó unas alitas pequeñas y aunque estaba muy lejos para verlas, supo, en verdad lo supo, que le nacían también seis patitas y dos antenas.

—Alej…—llamó de nuevo su padre, y ella volteó, pero estaba ansiosa porque la luz azul había atravesado la frontera hacia el exterior y descendía ahora al jardín, fuera por fin de su vista, sumergida en la noche— ¡ALEJ! —Volvió a llamar su padre.

Y tuvo que dejarle ir…

El destello descendió a través del jardín debajo de la ventana.

Mientras adquiría conciencia de sus propias alas, que parecían hacerle flotar de manera instintiva, miró hacia abajo los rosales, furiosamente rojos aun en el frío de la noche. Notó que muy abajo, en el nacimiento del tallo, un grupo de hormigas nocturnas recogían el despojo de un ruiseñor muerto en la mañana. Pasó de largo lamentando la herida mortal y secreta en el pecho de la avecilla, y supo entonces que él mismo era una luciérnaga macho.

Atravesó los jazmines titilando, y al notar la dulzura del azul que lo hermanaba con esas flores, se preguntó si ese sentimiento de melancolía que comenzó a sentir por casualidad era desarraigo. Pasó de largo mirando hacia atrás los límites de lo que pudo ser su patria, confundido por si solo era un deseo de pertenecer a algo.

Cerca de un árbol de aguacate, una mantis cenaba silenciosamente acompañada de su esposo, y le quiso convidar al verle pasar, haciéndole señales con las patas para que se quedara. Pero él decidió que era mejor rechazar la invitación porque no veía mucha felicidad en ese matrimonio. Sin duda también le dio miedo que la esposa se comiera al esposo, y pasó de largo.

En un arbusto seco, una araña mojaba serenamente con luz de luna las cuerdas de su trampa. Sintió admiración por el esmero hipnótico de la artista arácnida nocturna que con paciencia había terminado un pequeño pero magnifico mandala. De pronto por encima llegó un escorpión, y con envidia alevosa fue recortando los hilos haciendo tropezar la estructura sobre sí misma. Deseó tener algo para defender de la injusticia a la agraviada. El escorpión se llevó la telaraña enrollada en sus pinzas como un trofeo ¿pero qué puede hacer una luciérnaga sin experiencia?

Batió sus alas, y anheló poder hacerlo con la aterradora presencia magnética de un murciélago, o un horror nocturno. Batió sus alas, esta vez con mucha conciencia, pero aunque las batió mucho más intenso que antes no logró nada. Ni siquiera hacerlas vibrar sonoramente, mucho menos conseguir algún efecto sobre el ruin saboteador.

De pronto vio a la araña alzarse de nuevo tranquilamente sobre el arbusto una vez que el escorpión se retiró. Comenzó su obra despacio y sin pausa otra vez. Le habían quitado solamente su telaraña pero el talento para tejer estaba siempre en ella.

Esto le permitió al insecto volador sentirse más optimista, y más azul, y hacer un último esfuerzo para elevar la altura, y después de un minuto aterrizar sosegadamente sobre un naranjo. Trepó por cuenta propia varios metros, y una vez allí arriba descansó de su larga odisea de diez metros, desde la ventana hasta el naranjo, latiendo tiernamente con su luz azulada bajo los pálidos susurros de la diosa Selene, que serenamente atravesaba el cielo con su canción desde la luna. Su primer viaje le había llevado a un nuevo destino, pero todo es nuevo y todo es destino cuando estás perdido y sin propósito.

Por la mañana, sin querer, el aventurero se quedó dormido.

Justo entonces pasaron cerca de él, sin que lo notase, dos abejas de fuego. Intensas y determinadas, volaron sin hacer mucho caso del jardín matinal en dirección a una lejana fuente de agua. Al rato, pasó además un oscuro abejorro, que acercándose al rosal, lo estudió detenidamente poco a poco, buscando al parecer una rosa adecuada entre las rabiosas opciones que brillaban con mucho encanto. Pero nada le convenció, y se fue de allí llevándose con él un hechizo malsano.

El Archimago salió por la puerta, cargando el maletín y el paraguas. Lo detuvieron a los dos metros en una salida intempestiva las dos niñas de la casa que le dieron un beso de despedida, como para emergencias, y luego volvieron a entrar. Desde dentro de la casa un olor a trigo y miel emergía del desayuno.

Nada de esto lo notó el insecto apagado, que soñaba con hilos de seda que sujetaban las velas de una nave azul, atravesando unos mares emocionantes y llenos de plenitud nocturna. La luciérnaga, en su sueño, era una especie de marinero, que con una fuerza intrépida buscaba ansioso un tesoro perdido y mítico. Llegaba a una isla, pero nada encontraba, se iba, llegaba a otra y nada encontraba, y volvía a partir. En el agua, tortugas de gran humor familiar le bendecían esperando que encontrara mejor suerte. Después de tratar muchas veces, cada vez se iba sintiendo más desalentado, pero ponía su rumbo en dirección a Oriente, y seguía. Era raro, porque en su corta vida de luciérnaga jamás había visto nada semejante, y allí estaba bajo la luz del mediodía, soñando profundamente con ello.

Las niñas salieron nuevamente después de una hora, y se sentaron bajo el umbral cargando un libro pesado y lleno de gruesos folios de pergamino. Empezaron a leer, y la más pequeña señalaba cada silaba con el dedo. Cuando decidieron algo en común acuerdo empezaron a cantar. Pero siendo niñas, una hermosa y natural mariposa común capturó la atención de lo que hacían y abandonaron los cantos para perseguir la mariposa que se escondía ahora por entre las calas. Casi de la emoción abandonan el libro, pero resueltas a escuchar la memoria de su padre: ¿acaso no les he dicho qué… blá, blá? ¿La magia esto…blá, blá? si papá, si papá… la mariposa se les iba a perder de vista si le dejaban ir más allá de la fuente. Metieron corriendo el libro a casa, y de nuevo atravesaron raudas el umbral en dirección a la mariposa, riendo tanto que parecían echar chispas.

Las niñas creyeron que nada pasó, pero de aquel canto de su conjuro, algo muy pequeño, tan pequeño como un suspiro enredado en la pestaña de una mosca diminuta, quedó colgado sobre una de las naranjas. El conjuro azul, dormido como estaba, tampoco notó que aquello estaba ahí, a pocos centímetros de él.

El sol del medido día se iba vertiendo sobre los rosales, sobre los jazmines, sobre los aguacates, sobre las calas, y como es natural, también sobre el naranjo. Pero curiosamente sobre aquella pequeña motita de magia su calidez comenzó a condensarse, como se condensa el agua del rocío sobre el polvo de las hojas en la madrugada. Fue creciendo su tamaño y brillantez, y cuando la tarde se aproximó a su fin la luna se levantó sobre el cielo, y encontró, graciosamente sobre el naranjo el regalo del amante sol.

Un destello tibio y callado, como una chispa disciplinada del día que se había extraviado y se mantenía quieta para dejarse encontrar. Selene, la espiritual dama de plata, diosa de la luna, descendió con elegancia sin que nadie la descubriese, y gentilmente posó un beso sobre la mota de luz solar sobre el naranjo. Luego escuchó la risa desternillada de un par de niñas detrás de la ventana, y ansiosamente se trepó veloz por sus rayos de luna, fuera de la vista de los mortales. El cocuyo dormido, se sentía fatigado de no hallar nada, tembloroso en su largo y denso sueño todavía.

Entonces abrió los ojos a la dulce noche, al mismo tiempo que una luciérnaga dorada estiraba sus alas por primera vez, frente a él, deseosa y viva.

Descubrió para su asombro que el tesoro del marino estaba allí, y volaron juntos en una canción luminosa más allá de los límites del jardín.




Fotografía original de: Flash Dantz

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